A finales del verano de 2007, o al final del invierno, según desde qué hemisferio se mire, tuve la oportunidad de visitar el estado de Australia Occidental. El motivo de mi viaje, era la asistencia a un congreso sobre ecosistemas mediterráneos, algo que al contarlo causaba la sorpresa e incomprensión de la mayor parte los amigos y familiares. Y no por el hecho de participar en un congreso, ya que acudo a muchos, sino porque para hablar de los ecosistemas mediterráneos se tuviese que ir al punto más remoto del planeta. Sin embargo, la elección de este lugar de celebración ha sido algo completamente lógico y coherente, y no por el hecho de que los biólogos seamos unos caraduras que nos gusta viajar por el morro, sino porque el clima mediterráneo se distribuye en todos los continentes, muy lejos del mar que le da nombre. Así hay reductos de mediterraneidad en Chile, California, Sudáfrica, Australia y, obviamente, en la propia cuenca Mediterránea. Y es que la principal característica de este clima es la existencia de un periodo de sequía en verano, algo que nos parece muy habitual, ya que vivimos inmersos en esta región climática, pero que a nivel terrestre es una singularidad. Como consecuencia, plantas y animales de regiones geográficas muy diversas, han de responder a idénticos retos y limitaciones ambientales.
En el caso de Australia, a estos condicionantes, hay que añadir otros propios de esta isla-continente. Y es que esta es una de las tierras más antiguas del planeta, lo que implica que sus suelos, extremadamente lavados, son excepcionalmente pobres en nutrientes, lo que hace que las plantas desarrollen sistemas especiales de captación de fósforo, las raíces cluster. Estas estructuras aparecen especialmente en la familia reina de la flora australiana, las Proteaceas, una espectacular familia originaria del primitivo continente de Gondgwana. También son frecuentes las plantas carnívoras y los ejemplos de parasitismo.
A la pobreza de nutrientes, la vegetación de Australia Occidental debe sumar otros retos, como son la incidencia devastadora de un hongo, la Phytoptora, que está acabando con grandes extensiones de vegetación natural, afectando a más de mil especies diferentes; y la periódica aparición de fuegos, que si bien son un proceso completamente natural y necesario, su incidencia y efectos se ha visto incrementada en las últimas décadas.
La salinización de extensas áreas de cultivo, generada por prácticas agrícolas agresivas ha supuesto otra agresión a esta región.
Otros de los retos de la naturaleza australiana provienen de la acción humana, que aunque reciente, ha tenido un efecto mucho más devastador que en cualquier otro lugar del mundo. Entre estas alteraciones, los efectos de la introducción de plantas y animales procedentes de otros continentes ha sido especialmente dramáticos. Es por ejemplo el caso de algunos predadores, gatos y zorros principalmente, que introducidos por los colonos han esquilmado las poblaciones autóctonas de mamíferos marsupiales, hasta llevar a muchísimas especies al borde de la extinción. Por eso hoy en día muchas de estas especies, como quokkas, wallabies, wollies, possums o numbats, solo son observables en algunos santuarios e islas, preservados de la presencia de predadores. Curiosamente parte de la solución a este problema proviene de la propia flora australiana, que aporta una toxina, que selectivamente elimina a los mamíferos introducidos, en tanto que la fauna autóctona ha desarrollado a lo largo de la evolución mecanismos de desintoxicación.
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